En Chin chin chin se escuchan los sonidos de organillo de un maestro –Manuel Lizana Quezada– que con mucha tristeza hemos tenido que despedir esta semana. De esa visita a su taller en la que empezamos a planear el libro recordamos nítidamente cómo Manuel nos machacó una y otra vez el sentido artístico de su trabajo y la importancia de la transmisión de la tradición organillera a las nuevas generaciones. Fue una jornada única: escuchamos canciones de distintos cilindros, nos explicó todo tipo de detalles de su oficio y para la salida, en complicidad absoluta con sus hijos, hicieron sonar de sorpresa “Chiu chiu” y “La jardinera”, canciones que habíamos mencionado en la conversación como muy significativas para nosotros.
Después vino la realización del libro –en el insoportable modo pandemia–, hasta que finalmente pudimos juntarnos a grabar algunas imágenes y ritmos en septiembre del año pasado. La noticia de su muerte nos pilló desprevenidos y nos produce sentimientos encontrados: a la desazón por la partida se une también la alegría de haberlo conocido y la tranquilidad de saber que su oficio está en buenas manos, pues enseñó y compartió su maestría con los suyos con una dedicación que no pasaba desapercibida a quienes tuvimos la oportunidad de estar con él.
El organillo no ha sido siempre un emblema de nuestra cultura popular, ni ha sonado siempre de la misma forma ni con las mismas canciones. A ratos nos equivocamos al considerar que nuestra cultura, la cultura que vivimos, experimentamos y encarnamos, es algo dado, cuando lo cierto es que no es así… y la trayectoria de Manuel es un bellísimo ejemplo de ello.
Manuel fue una figura fundamental en la historia del organillo chileno*; su presencia y su trabajo conformaron un eslabón clave para la recuperación del patrimonio organillero a principios de los años ochenta, momento en que este corrió un serio riesgo de desaparecer. Observador y tenaz como pocos, autodidacta, no solo aprendería a reparar estos instrumentos, sino que fabricaría el primer organillo en Chile, llegando luego a tener más de treinta organillos de su autoría repartidos por el mundo, fortaleciendo con esto la permanencia del oficio no solo en nuestro país, sino también fuera de él.
Nuevos organillos, nuevas sonoridades, nuevos materiales, nuevo timbre, nuevas canciones, nuevas rutas y otros públicos: todo esto, obra de Manuel. Con ello vendrían también nuevos reconocimientos nacionales e internacionales, al tiempo que logró fraguar aquello que en nuestra opinión es lo esencial en su recorrido: hijo del “Patitas de oro”, al que hemos aludido antes en nuestras publicaciones para las redes sociales, Manuel tuvo la generosidad y visión de transmitir su conocimiento a sus hijos Héctor y Manuel, y a su nieto Joe, dando vida en el oficio a nuevas generaciones Lizana que hoy nos regalan la posibilidad de tener organillos para rato en Chile.
Su muerte no callará su música; esta seguirá resonando tanto en su familia como entre todos los que disfrutamos de esos instrumentos caminantes que a vueltas de manivela iluminan nuestra ciudad.
Hasta siempre, Manuel.
Agosto, 2021
*Los detalles de esta historia son tratados por René Silva y Rodrigo F. Cádiz en un artículo titulado “Música condenada a vivir: patrimonio y resiliencia del organillo chileno”, publicado en la Revista Musical Chilena, Año LXXV, enero-junio 2021.